Terminemos entonces con lo que venimos desarrollando en anteriores posts “duros” (I y II).
Decíamos allí que, para conocer el valor de verdad de una dada proposición (es deci, para saber si es Verdadera o Falsa), es necesario haberla obtenido mediante un razonamiento válido a partir de un conjunto de premisas. Sin embargo, explicábamos también que esto no es suficiente, se debe complementar con algún modo de conocer el valor de verdad de dichas premisas. Y esto nos enfrentó al problema de que no existe una asignación de valores de verdad (o valuación) que sea intrínsecamente correcta. Por lo tanto, debemos construir tal valuación por algún método que trascienda el sólo ejercicio de la razón. O en otras palabras:
Decíamos allí que, para conocer el valor de verdad de una dada proposición (es deci, para saber si es Verdadera o Falsa), es necesario haberla obtenido mediante un razonamiento válido a partir de un conjunto de premisas. Sin embargo, explicábamos también que esto no es suficiente, se debe complementar con algún modo de conocer el valor de verdad de dichas premisas. Y esto nos enfrentó al problema de que no existe una asignación de valores de verdad (o valuación) que sea intrínsecamente correcta. Por lo tanto, debemos construir tal valuación por algún método que trascienda el sólo ejercicio de la razón. O en otras palabras:
Debemos definir qué consideramos “verdad”, establecer una manera de saber si una dada proposición es Verdadera o Falsa.
Como nos gustaría que nuestros razonamientos nos dijeran algo sobre el mundo exterior, es natural construir una valuación utilizando nuestras sensaciones, nuestras experiencias acerca de él. Para eso, lo primero es asignarle a cada proposición un significado, definiendo cuidadosamente cada palabra que entra en ella en términos de nuestras experiencias sensibles. Así, las proposiciones expresarán afirmaciones sobre el mundo exterior, y nos gustaría decir que son Verdaderas aquellas afirmaciones que percibimos se realizan efectivamente en éste, y Falsas aquellas que afirman hechos que no suceden.
Un ejemplo trivial: la proposición “llueve hacia abajo” se transforma, luego de definir “llueve” y “abajo” , en una afirmación sobre el mundo real que efectivamente percibimos. La definimos como Verdadera. En cambio “llueve hacia arriba” afirma un hecho que, con las definiciones usuales de “llueve” y “arriba”, jamás sucede. Luego es Falsa.
¿Terminamos aquí? ¿Es eso todo lo necesario para hacer ciencia, entendida como un modo racional de comprender el mundo? Bueno, no, aún falta algo. Para dar el siguiente paso necesitamos clasificar nuestras experiencias de acuerdo a su “comunicabilidad”. Llamaremos aquí experiencias empíricas a aquéllas que son reproducibles por otras personas. Es decir que si describimos exactamente las circunstancias en las cuales percibimos una tal experiencia, cualquier otro interesado capaz de repetir las condiciones podrá experimentarla. Por otro lado, llamaremos experiencias místicas a aquellas que no son reproducibles por otros, aunque sean patentemente reales para nosotros. (Es obvio que una tal distinción no es definitiva, experiencias clasificables como místicas hace doscientos años son hoy claramente empíricas, al entender mejor las condiciones para reproducirlas).
Para fijar ideas: la observación de las estrellas es una experiencia empírica, cualquier puede reproducirla con sólo mirar el cielo en una noche despejada. En cambio, una alucinación o los detalles particulares de un sueño, son experiencias místicas, el hecho de copiar las circunstancias no asegura a otros su percepción.
Armados de esta clasificación, vemos que es posible construir al menos dos tipos de conocimiento, esencialmente diferentes. Podríamos elegir nuestra valuación utilizando solamente experiencias empíricas. Esta elección tiene la ventaja de que, al ser capaces de reproducirlas, las otras personas obtendrán necesariamente los mismos valores de verdad para todas las proposiciones. Por lo tanto, tiene un valor social como lenguaje para intercambiar conocimiento acerca del universo. Eso es lo que llamamos ciencia. La segunda posibilidad sería incluir también las experiencias místicas en la valuación de nuestras proposiciones. Si bien esto es posible y incluso útil en cuanto a la adquisición personal de conocimiento, su valor social inmediato como lenguaje queda en duda, ya que está naturalmente limitada a aquéllas personas que experimenten la misma experiencia. La religión, por ejemplo, con frecuencia opta por esta segunda posibilidad. Otro ejemplo son algunas de nuestras opciones éticas o políticas, o nuestras preferencias artísticas.
Un detalle adicional: decíamos en el post anterior que la valuación debe ser consistente con las leyes lógicas. En el presente contexto, eso implica que si nuestras premisas son Verdaderas en el sentido de que se realizan en el mundo exterior, cualquier conclusión obtenida a partir de ellas mediante razonamientos válidos debe ser Verdadera en el mismo sentido. Y aquí hay un punto más a favor de la valuación en términos de experiencias empíricas: resulta ser que, por alguna razón, el mundo funciona en modo tal que esta valuación es siempre consistente. Resulta muy difícil hacer lo mismo cuando la valuación se construye incluyendo experiencias místicas: podríamos fácilmente concluir hechos no observados.
Para terminar, es importante resaltar que estos dos modos de construir la valuación de nuestras proposiciones encarnan definiciones diferentes de lo que consideramos verdad. Concluimos que
No tiene absolutamente ningún sentido comparar conclusiones obtenidas a partir de premisas valuadas con cada una de ellas.
.